lunes, febrero 12, 2007

Memorias diversas



No parece que sea lo mismo novela histórica que memoria histórica, eso hoy tan de moda, que suena mucho a la llamada intrahistoria por Unamuno. Llevamos unos cuantos años contemplando intentos de recuperar la memoria casi personal –ya muy difícil puesto que pocos de quienes la vivieron permanecen en este mundo de vivos- de la famosa guerra civil. No hemos dejado tampoco de leer críticas al valor histórico de esa memoria individual, críticas tomadas a veces como intentos de no desear encontrar de una vez por todas la verdad. Sin embargo, a estas alturas pocos ignoran que la memoria personal no siempre es fiel –mucho menos a tantos año vista, menos todavía si la memoria no es ya de hijos sino de nietos o allegados jóvenes que no vivieron ni de lejos eso que desean recordar-, que la psicología desterró hace cien años la introspección o, por razones similares, que Marx mostró cómo la auto-imagen de una sociedad o de un individuo no tiene porqué coincidir –más bien, todo lo contrario- con la que tales sociedades o individuos poseen de sí mismos. Todo esto viene a cuento de un comentario que el pasado sábado leí en la crítica televisiva de un periódico navarro. Un comentario que me recordó a otro que me hizo una alumna hace unos años: su madre, que era de la misma edad que yo, y le había contado cómo era la Pamplona de su juventud, se sorprendió al oír mi versión que, de tan diferente, parecía haberse vivido en otro lugar y tiempo. Algo así le debió pasar al comentarista en cuestión.

Normalmente, suelo leer con bastante agrado los comentarios de televisión de José Javier Esparza. No obstante, el sábado pasado, la crítica que hizo a “Cuéntame” me sorprendió. También a mí, hacía tiempo que me había llegado el hartazgo de la misma –la primera temporada fue agradable por recordar mis tiempos juveniles, dado que el universitario era más o menos de mi edad y condición social- pues todo lo repetitivo cansa. De todos modos las críticas que me inspiraban las pocas veces que lo contemplaba algún momento no eran precisamente las realizadas por José Javier sino casi las contrarias. Lo que me producía lejanía de una familia normal eran las relaciones con el cínico empresario, sus coqueteos con las inmobiliarias y la última ludopatía, cosas muy alejadas de una familia obrera como la que quieren presentar. En absoluto la politización que le parece falsa. ¿De veras conoce alguna época más politizada en nuestra sociedad que las de los años setenta enteros? ¿Esos que comenzaron con el proceso de Burgos y terminaron, si se quiere, con el triunfo del PSOE en el 82?

Aquellos tiempos en que había más de cincuenta partidos políticos, en que las “vietnamitas” echaban humo en los lugares más recónditos, en que los ex - seminaristas, muchos de ellos, se habían hecho marxistas, donde se hacían huelgas en las fábricas, casi hasta porque no llovía y se perdían las cosechas, donde no había familia que no tuviera algún afín en la cárcel o en peligro de entrar en ella, en que, cada tarde, antes de los vinos del casco viejo, se vivían las carreras delante de los grises por razones varias, donde los universitarios hacían reuniones y pasaban los temores típicos de la posible denuncia, en que se leían libros prohibidos –lo estaban casi todos los que tenían interés-, se rompían tabúes sexuales, se debatían el feminismo y las utopías más radicales –tanto que, para muchos, incluso el partido comunista era casi de derechas-, donde se esperaba el fin de Franco como si ello fuera el advenimiento del paraíso.

Así que, si algún hijo o persona joven, me preguntara donde estaba en el 75 o los cinco años anteriores o posteriores, no tendría ninguna vergüenza en contestar. En el 75 justo estaba acabando la carrera –fueron los años en que algunos hijos de obreros, casi todos tras pasar por seminarios varios, comenzaron a acceder a la universidad, muchas veces compaginando el estudio y el trabajo-, llevando una vida que exigía las energías que sólo pueden tenerse en la juventud, dure lo que dure esta, una vida de horas de oficina, de horas de clase, de horas de estudio, de horas de lectura y escritura, de horas de reuniones clandestinas, horas de manifestaciones y conversaciones políticas, vascas y comunistas, horas de juerga y ligue, pocas, evidentemente, horas de sueño.

Un momento en que se derribaban todas las ideas del pasado, en que se asumían muchas de las del 68, donde se vivía la revolución sexual, leíamos feminismos en aquella vieja y pionera revista “Vindicación feminista”, comenzaba el imperio de las drogas, se creía que el poder de la iglesia, de la banca y el ejército iban a terminar pronto, años políticos, sí, en todos los aspectos de la vida, tanto que la carrera preferida por muchos era precisamente la historia por el deseo de encontrar sus mecanismos de cambio.

Etc. ¿Cuál es la verdadera historia de la época? ¿Mi memoria? ¿Su memoria? ¿La de la madre de aquella alumna? ¿Todas? ¿Será cierto que pertenecía a una minoría que pensábamos mayoritaria? Lo único que queda claro es que, así como la belleza era difícil al decir de Sócrates, la memoria es complicada.

jueves, febrero 08, 2007

Novela histórica

Hace años, cuando apenas leía novelas por no considerarlo una actividad seria –sólo me lo parecía la poesía y la filosofía-, solía descansar en ocasiones con alguna de esas novelas consideradas históricas, en un momento en que éstas tenían calidad e interés. Pienso en “Opus Nigrum” y “Memorias de Adriano de Margarita Yourcenar, en algunas de Robert Graves que, aun sabiendo, por propia confesión del autor, que las elaboraba para ganar dinero y dedicarse a la poesía, su verdadera vocación, aun poseían cierta originalidad y calidad. Incluso las vidas de Alejandro de Mary Renault. Sin contar las casi clásicas de Mika Waltari o las clásicas del todo como Ivanhoe. Tiempos que convivían ya con clanes de osos y cavernas, médicos viajeros y ya, ya sí, excesos de templarios. Quizás sea el intelectual Eco el último de los válidos: “El nombre de la rosa”, “La isla del día después”, Baudolino” y alguna otra todavía requieren atención.


Pero todo empeora. Del mismo modo que el comic, tras su cenit en los años ochenta, terminó con vueltas a Mortadelo y creaciones japonesas, también la llamada novela histórica decayó hasta los límites de la vulgaridad, la mala copia y la propuesta de película. De vez en cuando, igual que, a veces, contemplo una película mal o un mal partido de fútbol para no acabar como Alonso Quijano –ya se sabe, mucho leer, poco dormir ya acabar con el cerebro destrozado- descansaba con alguna novela de estas. Recuerdo aún “El secreto de la diosa”, obra de un tal Lorenzo Mediano, que tuve como lectura mala veraniega (la obra para piscina del año anterior, “el mito del alma”, de Puente Ojea, casi termina con mi capacidad de pensar) defendía la tesis, tratada antes por Graves y otros, de que las mujeres perdieron su poder cuando los hombres se enteraron de que sin su semilla ellas eran estériles. Quedó perdida.


La última, ya hace dos o tres años, fue mi lectura mala de otoño. Encontré una tal “El código da Vinci” que la leí como descanso muy cansado. Porque era evidente que pretendía hacer una película, porque era más evidente que copiaba descaradamente esas tesis ya vistas hacía años en algunos de los autores antes citados, porque pretendía escandalizar con ideas más antiguas que los abuelos de los más antiguos de nuestros contemporáneos, porque, sobre todo, no sabía cómo terminar y añadió casi trescientas páginas insoportables a las casi insoportables, pero, al menos, divertidas, de la primera mitad. Dada mi actividad de bibliotecario en un instituto, me limité a recomendar su no lectura a quienes me preguntaron por ella y así, como la anterior, quedó para el olvido. ¡Cuál no sería mi sorpresa al contemplar todo lo que vino después! Su éxito desmesurado, las absurdas polémicas, la película, la publicación de otras obras que, en su momento –lógico si su calidad era similar- no tuvieron éxito alguno y la masiva afluencia de novelas históricas por ver si tenían otra vez la suerte de estar en el lugar y momento oportunos, cosa que, al parecer, le ha tocado a una cierta “Catedral del mar” que, en este momento, desconozco más allá de saber su éxito.


Curioso. No deseaba hablar de esto. Acaso cierta mal conciencia por despreciar el éxito -¿envidia?- me ha hecho confesar mis pecados literarios. Porque, en una vida tan limitada, no puede sino ser pecado perder tiempo con estos “libros” dejando tanta calidad existente en los estantes de la espera. Debo agradecer a Juan Goytisolo un reciente artículo en el que abundaba en la idea de que lo bueno no suele tener éxito. Terminaba con una frase de los surrealistas que, de tanto gusto, la siento como mía: “toda idea que triunfa corre fatalmente a su ruina”. No, deseaba hablar de otro tipo de novela histórica, de esa que incide en lo que ahora se llama “memoria de la historia”, creo. Hablaré, pero ya otra noche.


viernes, enero 26, 2007

Elegía (Philip Roth)


Quienes hayan tenido algún problema serio con su corazón, no podrán leer sin cierta angustia “Elegía”, la última obra de Philip Roth. Esa que termina… “Sin embargo, no se despertó. Paro cardíaco. Ya no existía., liberado de ser, entrando en la nada sin saberlo siquiera. Tal como había temido desde el principio.” No sabemos si tendría el protagonista alguien que, como el padre del autor, en su deseo de no olvidar nada, le escribiera un “Patrimonio”. Acaso una duda: ¿no existe quien prefiere ese irse sin saberlo, sin tiempo para el lamento de lo dejado?

Sea lo que sea, parece que Roth está oliendo ya los achaques de la vejez y la cercanía de la muerte. Como si ya supiera que ni el amor será salvación como lo fue en “El animal moribundo” o en “La mancha humana”. Que, acaso piense, el amor puede salvar de la muerte moral, como hizo Sonia con Rodion Romanovich Roskalnikov, el inolvidable personaje de “Crimen y Castigo” de Dostoiewski. De los achaques morales tal vez, mas ya no de la vejez, esa etapa de la vida que no “es una batalla sino una masacre”. Que será difícil ver a un nonagenario enamorándose “en una noche de amor loco con una adolescente virgen” como, soñó Gabriel García Márquez no hace mucho, y “estar condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día de mis cien años”.

No es eso lo que cuentan quienes, todavía mujeres sobre todo, han tenido que cuidar enfermedades casi ni humanas durante años, nada de belleza en la vejez, nada de heroísmo, nada de sublimidad en la muerte: sólo fealdad, muchas veces cobardía, casi siempre deseo de fin en los que viven. Algo que no debería existir si quien se inventó este asunto –si es que alguien lo inventó, que no parece, - hubiera realizado las cosas medianamente bien. La vieja idea epicúrea de que un Creador inteligente y bueno es impensable en este mundo no parece perder vigencia: es tanta la masa de dolor de la “biosfera” que ninguna argucia hegeliana de la razón ni ningún renglón torcido de esos que, dice, Dios usa para enderezarlos, puede justificarlo.

Porque de nada vale ya el pasado ni sus triunfos. Ni sus logros intelectuales, económicos, amorosos o de fama. Nada cuando el cuerpo se deteriora y es abandonado en los asilos, esos morideros modernos –sean lujosos o pobres, no cambia la esencia de la cosa-, nada excepto la conciencia de que era mentira el placer de una jubilación donde se hace lo que no se pudo hacer antes, la conciencia de que las familiares mas queridos tienen que seguir su vida dejando a esa soledad que tanto amábamos como amante única de las noches y los días. Pues, por mucho que la mente siga ansiando la belleza, por mucho que la belleza siga soñando inteligencia, llega un momento en que la vida pide cuerpos capaces de transmitir más vida y menos letras, más placer y menos lucidez.

¿Platón? Quería que el pensamiento básico fuera reflexión sobre la muerte. Que, si no había una teoría suficientemente racional que la explicase o justificase, tomáramos la tradición más reconocida y, como si de una balsa se tratase, cruzáramos la vida entre sus olas encrespadas, amenazando siempre con el desastre. Con el seguro desastre. Ese desastre en que consiste la historia entera de la humanidad: si miramos hacia atrás podemos contemplar (si somos capaces de olvidar las crueldades sin límite que lo componen) obras maravillosas de todo tipo –arte, religión, filosofía, ciencia, arquitectura, música, etc.- pero nada de sus creadores. Efectivamente, el pasado es un gigantesco cementerio sin sentido. ¿Hay alguna forma de soportar la realidad que no sea la falta de conciencia? Sí, efectivamente, el pecado original no pudo ser otro que el narrado en la Biblia: comer del árbol del conocimiento, pensar.


sábado, enero 13, 2007

Misantropía y (des) esperanza




Existen momentos en que la mirada se hace compasiva y sólo capta lo bueno de las personas, de los colectivos, de las situaciones. Existen otros en que, por el contrario, como si de un periódico se tratase, sólo se perciben problemas, mil razones para desear que el mundo (no sólo humano) termine cuanto antes. No sería justo, más bien hipócrita, tras los escritos anteriores, dejar esos momentos en el olvido. Ciñéndome a las tres últimas reflexiones, a veces sólo constatamos que la juventud es insoportable, las familias agobiantes y la docencia un desastre sin remedio. Todo tejiendo un conjunto tan horrible que sólo quedan ganas de salir de esta caverna y no bajar jamás a ella. Tentación de todos, desde el mito platónico hasta hoy, pasando por Abentofail y su gacela.

Cada día es más penoso bajar a la caverna sabiendo el seguro fracaso en ella. ¿Quién va a escuchar que la bondad es mejor porque es ser y la maldad, aun siendo sólo tener, es lo deseable? ¿Quién preferirá la belleza a la comodidad por mucho que sepamos que ella es más divina? ¿Quién la verdad a la opinión propia por muy errónea, egoísta y torpe que esta sea? ¿Quién, en estos tiempos de imagen y más imagen, dejará de preferir esas sombras a las palabras iluminadoras que tanto esfuerzo nos exigen?


Los estados, los gobiernos, exigen que la enseñanza transmita esos valores que vamos soñando en estas reflexiones –justicia, diálogo, paz, belleza, amor, verdad y bien- pero la realidad social presenta el triunfo de la explotación, del robo, de la injusticia, de la prostitución, de la guerra, del triunfo de la violencia sobre cualquier otra realidad. El valor exclusivo del dinero, siendo válido cualquier medio conseguirlo excepto, parece, el mérito y el esfuerzo. El valor único de la diversión y de la droga. La falta de sentido, la inutilidad de la vida. Leer periódicos, sí, es desear que el mundo acabe cuanto antes. Hubo una ocasión que, sintiendo que la juventud se divide entre quienes sufren los peores padecimientos y quienes sufren viendo esos padecimientos –normalmente porque en clase de religión o ética (y normalmente profesoras) les hacen realizar trabajos acerca de todas las desgracias imaginables-, intenté elegir noticias en la prensa con acontecimientos agradables y me fue absolutamente imposible encontrar otra cosa más allá del triunfo de Osasuna.


Como, una vez más, parece que el viejo Platón sigue teniendo razón –esta vez cuando constata que “cada cual obra mal a medida de sus posibilidades”-, si bajamos a la caverna cotidiana nos encontramos con el desastre. Una gran mayoría de adolescentes desprecian todo lo que suene a conocimiento (¿acaso da dinero, acaso es divertido, conocer el pensamiento kantiano?), faltan al respeto a cualquiera que, en la docencia, pretenda ir más allá de la repetición y la amenaza, hacen sentir la inutilidad de tal trabajo y saben que, en caso de conflicto, podrán acabar con quien no les siga sus deseos de vagancia e indisciplina.


Muchas personas de la clase docente dan la impresión de no haber leído un libro de verdad ni siquiera cuando hicieron la carrera. Muchas son trepas, ignorantes, cobardes, chivatas e incluso dormitan en la vagancia. Tanto que nada importa si, aun pudiendo hundir a alguien de su estado, le sirve para elevarse en el escalafón y la carrera. Tanto que, con la excusa que sea, sienten que los libros no sólo son caros sino ciertamente inútiles. Tanto que, si tienen algún problema con alguien en su trabajo no dialogan con él para arreglarlo, sino que directamente –dando muestras de su baja catadura moral, acuden a la jefatura de estudios o a la dirección, haciendo del vulgar chivateo la expresión de su cobardía; y no importa que sean de historia, de literatura, de tecnología, o de cualquier otra asignatura que ninguna parece librarse de estos personajes. Tanto que hay quienes se limitan en clase a leer un texto (escrito por otras personas, por supuesto) creyendo que eso es la docencia. Como decía el otro, ¡Dios, qué tropa!


¡Qué decir de los padres y las madres (no queda más remedio, parece, en este ambiente, que citarlos a ambos) a no ser, muchas veces, que su mejor labor es no hacer nada! Ya no sólo porque siempre debe tener razón su descendencia por muy impresentable que esta sea. Ya no sólo porque, en conflicto, siempre perderá quien, pretendiendo enseñar, nunca podrá mantener la razón ante la administración, la dirección, el resto del profesorado, el alumnado y las familias. ¡Cómo va a tener razón un profesor si además es raro! Sin contar con toda esa caterva que, siendo vagos (y vagas) –cuando no algo peor- en su juventud, pretenden ahora que el fruto de sus vientres haga exactamente lo contrario de lo que hicieron cuando jóvenes y lo que, a buen seguro, siguen haciendo de en la madurez.


En fin, que, cuando más joven, mucho más, que ahora, pensaba que eran los hombres quienes ya no tenían remedio. Ahora, tras la gran esperanza feminista, comprobando cómo las mujeres van imitando lentamente lo peor de lo masculino –sin que suceda lo contrario-, la misantropía parece el único destino de quienes amamos la inteligencia, la belleza, la excelencia, la verdad y el bien.


No obstante, nunca me han faltado caminos de salvación que han logrado siga bajando a la caverna del fracaso. No sólo la parte de mi carácter que, incluso cuando es afectada duramente, no tarda mucho en el olvido. Tampoco la que me hace olvidar rápidamente las cosas malas del telediario y la rutina para serme casi imposible escribir el artículo que acabo de escribir. No ello, que sería tan personal que su interés sería asimismo nulo, sino una vieja frase de Heráclito avisando, a la razón común, que sólo quien no espera encontrará lo inesperado. Así, sin esperarlo, he encontrado gentes maravillosas en todos los estamentos citados, tanto que a veces me he sentido avergonzado ante su excelencia, tanto que me han hecho reconciliarme con la vida. Parece que he tenido mas suerte que el mismísimo Yavhé cuando, primero, sólo encontró bueno a Noé y, en otra ocasión, a Lot. Pues he encontrado más de diez madres maravillosas y padres excelentes, más de diez alumnas no sólo inteligentes sino bellísimas, más de diez alumnos asimismo dotados de gran nivel intelectual y humano, profesores que se desviven por su trabajo, profesoras que lo mismo.


Misantropía, sí, más con paréntesis de esperanza.



miércoles, diciembre 20, 2006

Bolsos, prisas y (mil) trabajos (una defensa de las familias)




Nos queda por defender el tercero de los estamentos implicados en esta dulce y terrible tarea de la educación, las familias, los padres, las madres, los abuelos, las abuelas y alguna tía, normalmente soltera, despistada. Tampoco ahora toca crítica sino clonación de nuestras comprensiones y defensas las alegrías y tristezas, en esta ocasión, familiares.

Si alguien, cualquier mañana, pudiera contemplar lo que sucede en miles de hogares, se sorprendería de la cantidad de energía que posee la humanidad. Miles de mujeres, algunos hombres asimismo, adecentando la casa para dejarla en orden cuando salgan, preparando desayunos, vistiendo hijos, vistiendo hijas, corriendo todos, a menudo incluso con riñas y con gritos, para llegar a tiempo a trabajos, al cole, al instituto, donde su prole recibirá enseñanzas de ideas, de valores progresistas, eso dicen, de esfuerzos, donde recibirán, como sabemos, esperanzas de de sueños y realidades de fracaso. Habrá tiempo, mientras, para tareas de casa o para los trabajos necesarios del dinero. Tras tres o cuatro horas de trabajo previo empieza el más trabajo.

Aunque tampoco con ello terminarán los trabajos de la jornada. Que estos tiempos son de trabajo a pares, para conseguir, tal vez, lo que antes (y tal vez ahora, si se deseara) pudiera conseguirse con la mitad del mismo. Serán, en muchos caso más horas que las clases del colegio, antes de recibir de nuevo a la prole en casa y retozar por calles, carreteras y caminos para acudir a las mil actividades extraescolares -deportes varios, músicas, idiomas y otros asuntos que, antes de baño y cena, dejarán cansados a los niños, a las niñas agotadas. ¿Son ya las nueve, son las diez? Posiblemente aun quede algo para hacer (preparar comidas, en muchos casos, para el día siguiente, preparar ropas, limpiar cocinas, limpiar baños…), quizás quede algún momento para ver la tele, que la lectura, eso que tanto se critica no hacer, ya sólo promete sueño a las madres agotadas, a los padres sin fuerzas ya siquiera para el amor que podría regalar hermanitos a sus hijas. Por ejemplo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que volvamos a encontrar sueños de viernes, sueños de sábado y domingo, a pesar de que tampoco en este caso serán días de libertad total como se necesita? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que esperen con ansiedad el mes de vacaciones y poco mas que se concede cada año? ¿Recordaremos, incluso, que en ese mes, no desaparecen los niños, no se acaba la necesidad de limpieza y de comida? Otra sobredosis de trabajo que no se entiende tras haber inventado tantas cosas (lavadoras, lavavajillas, ordenadores, etc.) para ahorrar tiempo al trabajo necesario y poder dedicar el resto al ocio, al amor, al conocimiento, a la conversación, a la vida, a la libertad.

Así encontramos una sociedad acelerada, con mucha técnica material y poca sabiduría para organizarla y aprovecharla en el desarrollo de lo humano. Prisa, falta de tiempo, trabajo excesivo, explotación solapada (aunque evidente con una mirada somera) de esa palabra que ya no se nombra porque está omnipresente, del capitalismo, del egoísmo más salvaje, del enriquecimiento sin ética, es decir, sin justicia, ese sistema que tanto ha conseguido para la humanidad a costa de un gran precio cuyas consecuencias sociales y personales, tal vez tarden –aunque cada vez menos- en aflorar.

El propio Platón, que llamaría este sistema plutocracia, tiranía del dinero, no dejaría de profetizar la rebelión de las masas, hartas de tanta explotación. ¿Será posible terminar con las ganancias escandalosas de los bancos, de las grandes empresas, de empresarios, políticos y urbanistas corruptos, logrando así un mejor reparto de la riqueza y, por ende, menos trabajo necesario y más desarrollo del humano? ¿Qué puede hacer la sociedad para lograr mayor felicidad, mayor justicia, en esos tiempos de revoluciones imposibles? ¿Qué puede hacer la juventud, la clase docente y las familias, sin olvidarnos de solitarias y otros raros? ¿No precisaríamos de nuevas políticas más centradas en lo que de vedad importa, menos engañosas con libertades teóricas y esclavitudes reales? Políticas que consiguieran –por medio de la ingeniería social no violenta, si es posible- una organización diferente de las horas donde haya tiempo para la conversación y la lectura y no sólo para la insoportable lluvia continua de estudios inútiles, de reuniones falsas, de trabajos excesivos. También aquí podemos glosar la frase de Hölderlin y lamentar la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza de la mayor parte de la humanidad con su irracional explotación”.

¿Realmente no son posibles estos cambios? ¿Podemos terminar otra vez con esperanzas? ¿Podemos soñar con una sociedad en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad en lugar de la necesidad agobiante del dinero, único dios, único valor que realmente nos mueve y cosifica? ¡Qué remedio si deseamos continuar esta vida que tanto esfuerzo nos exige! ¡Qué remedio, sí, pero cuánto temor si nadie mira más allá de su pecunio!


viernes, diciembre 15, 2006

Maletines, sueños y fracasos (una defensa del profesorado)










Es evidente que, en el mundo de la educación, existen más estamentos -profesorado, familia, por lo menos-respecto a los cuales es precioso hablar y, en este momento, según el proyecto pensado para las próximas reflexiones de este blog, defender. Tiempo habrá para las críticas, leves o brutales, -algunas de las cuales han aparecido en la defensa de la juventud, otras irán apareciendo al compás del pensamiento, al compás de la escritura, que realizamos- pues ahora nos limitamos casi a clonar la anterior reflexión pero centrándonos en las alegrías y tristezas del profesorado.

Cualquiera que, cualquier mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de personas, más o menos jóvenes, más o menos maduras, acarreando un maletín, dirigiéndose con paso cansino, rápido en ocasiones, hacia la entrada de su lugar de trabajo. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las horas que les aguardan, en las que regalarán mucha más información que la que germinará en las más jóvenes mentes que pretenden enseñar. Sin contar las, a veces, incontables reuniones obligadas con el resto de personas de eso que se llama comunidad educativa, alumnado, familias, resto del profesorado, cuando menos.

Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado llevará en su cartera, al dejar el centro, las obligaciones de preparar las clases del día siguiente, corregir ejercicios, repasar los errores y los aciertos de ese día -todo ello robando tiempo a familias, teles y paseos, todo ello, casi siempre, robando al sueño muchas más horas que las aconsejadas por quienes saben de salud. ¿Serán las mismas horas de sus clases, una por cada asignatura impartida, serán más? Bastantes más de las que, en todo caso, piensan que dedican quienes llegan del trabajo al hogar sin más tarea que el descanso. Porque no es ahora el caso -a pesar de algunas apariencias- que llegar al hogar signifique el final de su trabajo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que estas personas, asimismo, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen, a pesar de que tampoco serán días de libertad total como se piensa? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sueñen con navidad, con semana santa y con veranos? ¿Recordaremos, incluso, que esos meses esperan libros, conferencias, cursos, para estar al día de los saberes necesarios para intentar el desarrollo de las mentes? Una sobredosis de trabajo que pocas personas valoran ni comprenden. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende describir el esfuerzo real de su trabajo, sólo suele recibir miradas de incredulidad o de sarcasmo.

Eso cuando no críticas brutales de la mayor parte de la sociedad que sólo contempla el trabajo de las clases. Sólo oímos críticas a su labor, culpándoles de todos los males. Pues culpa suya es no sólo la violencia en las aulas sino la que se dan en hogares y parejas; suya es la culpa del racismo, de la falta de interés del alumnado al que no saben motivar, suya de que sus valores sean la pereza y el hedonismo en lugar del sacrificio -¿ciertamente es esto mejor que el gusto por el placer?- y el esfuerzo; de que prefieran la tele, los juegos y el fútbol o el cotilleo antes que el estudio, de que se droguen, de no ganarse el respeto, de todo aquello que de malo encontraremos luego en el mundo adulto. Como si el ejemplo de este fuera precisamente maravilloso. ¿No es acaso el mundo de la madurez donde aparece el negocio fácil, el robo, la guerra, la violencia y la mentira? ¿No será que la educación, y todos los dioses me libren de quitarle importancia, no es tan decisiva como a veces se pretende? Y, en muchas ocasiones, más ale que así sea: porque, de otro modo, quienes pasando ya el medio siglo de vida, fuimos educados totalmente en franquismo seríamos fascistas y clericales en lugar de demócratas y filósofos. Uno llega a pensar que, dada la tendencia de cada generación a llevar la contraria a sus mayores, lo normal sería que quines han sido educados en razón y democracia, acaben defendiendo los valores que, pensamos, habíamos destruido para siempre. De hecho ya pasa, sí, que uno de los traumas del profesorado es comprobar cómo gran parte de la juventud se entendería mejor con nuestras madres que con nosotros.

Incluso la frase de Platón, la de la desobediencia continua, ¿no añade más amargura y duelo al trabajo docente, por muy normal y e inveterada que ella sea? ¿Nos dejamos, también ahora, de tanto criticar, e intentamos la mejora? ¿Qué puede hacer la sociedad para lograr mente abiertas, dialogantes, amantes de las ideas, progresistas, justas, democráticas, feministas, antirracistas, lógicas, en fin, todo lo bueno que deseamos? ¿Qué puede hacer el profesorado para ello? ¿No necesitaría, también él, que le motiven y no que lo desprecien, no necesitaría saber que, cuando se vea envuelto en algún problema, no será el último que pueda tener razón si en el conflicto aparecen personas que aprenden y las que los engendraron? ¿No precisarían de los medios técnicos necesarios, de cursos realmente prácticos en relación a la pedagogía moderna, para no verse obligados, a su pesar, a continuar la imagen de las aulas del medievo? ¿No precisarán de una organización diferente de las horas donde haya tiempo para la conversación y la lectura y no sólo para la insoportable lluvia continua de contenidos sin tiempo para asimilarlos? Podríamos usar la forma de la frase de Hölderlin y lamentar “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza de quien enseña con su irracional disciplina”.

¿Realmente no hay otro modo de enseñar que no sea el bombardeo yuxtapuesto de contenidos inconexos? ¿No es posible una mínima inversión en pensamiento para acabar con la “multiesquizofrenia” en que, sin remedio, caen las mentes, obligadas a repetir lo que cada enseñante enseña aun siendo contradictorio con lo enseñado en otras clases? ¿No es posible, aquí no hay cambios puesto que ambas perspectivas confluyen, la modernización pedagógica comenzando en el ministerio y siguiendo con las editoriales, ambos absolutamente ya obsoletos?

Queda el trabajo diario. ¡Cuántas faltas de respeto (o sea de alta de valoración) es preciso tolerar cada mañana, faltas que en ninguna otra profesión se soportarían! ¡Cuántas frustraciones entre quienes, en principio, sienten como placer su trabajo, ante la indiferencia o el desprecio descarado de gran parte del alumnado! ¡Cuánto dolor cuando sienten el desprecio por el pensamiento y reciben peticiones de películas –para no estudiar, evidentemente-, o de exámenes memorísticos, de esos que se copian y no requieren ni un ápice de reflexión!

¿Terminamos otra vez con la misma esperanza de antes? ¿Soñando con una educación en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad? ¡Qué remedio si deseamos continuar esta vida que tanto esfuerzo –tantas veces inútil, tantas veces criticado si se sale de los tópicos de las clases poderosas- nos exige! ¡Qué remedio, sí, pero cuánto temor si el alumnado se aburre, el profesorado sufre y las familias se agobian! Pero, para ellas, volveremos a semiclonar estas reflexiones antes de criticar, sintetizar o encontrar los caminos que soñamos.




sábado, diciembre 02, 2006

Mochilas, tareas y trabajos (una defensa de la juventud)


Cualquiera que, una mañana, pueda contemplar la entrada a un centro de enseñanza, verá un grupo de adolescentes cargado con mochilas de más de seis kilos, a veces incluso con una bolsa deporte si ese día toca educación física, como denominan ahora a la gimnasia de antaño. Cualquiera, asimismo, puede pensar en la otra carga psicológica, las seis horas que les aguardan, seis horas, con únicamente treinta minutos de descanso, en las que recibirán mucha más información que la que cualquier cerebro, incluso genial, puede decentemente procesar.

Pero no crean que con ello ya han terminado su jornada, que la mayor parte del profesorado aún guarda en su cartera las llamadas tareas destinadas a llenar la tarde de esa adolescencia que decimos con razón, si es que llegan con vida tras tanto esfuerzo, es el futuro de nuestra sociedad. ¿Serán seis horas de tareas, una por cada asignatura recibida? Serían doce, por tanto, una jornada laboral que ninguna persona adulta estaría dispuesta a aceptar a no ser a cambio de bastante dinero. Pero no es el caso -a pesar de que alguna lumbrera llame trabajo al estudio- en esta juventud que carga con mil tareas y actividades pero no con el dinero que otras personas logran con menos horas de su esfuerzo.

¿Nos extrañamos, tras eso, que en cuanto puedan pasen, hablen, sueñen con el viernes, con el sábado, con el domingo sueñen? ¿Nos extrañaremos, tras esto, de que sus cuerpos odien las mochilas y los libros? ¿Nos asombraremos, tras esto, de que sea imposible ganar amor a los saberes con tanta sobredosis? Una sobredosis de palabras que pocas personas sienten de otro modo que absolutamente alejadas de cualquier mundo real de nuestro siglo. Tanto que, cuando alguien, según dicen, pretende relacionar lo estudiado con la vida real que se vive más allá de las paredes de su cárcel, creen que ha aparecido un marciano o algo todavía más extraño.

Sólo reciben críticas de la parte senil de la sociedad -pues senil es toda aquella persona que piensa en la generación actual como peor que la suya (cosa ya escrita hace cuatro mil años según reza alguna tablilla babilónica) -; sólo oímos gritos de socorro ante la violencia en las aulas (como si no la hubiera habido más antaño); acusaciones de falta de valores sin que casi nadie sea capaz de decir qué significa tal asunto –por si acaso, digamos que llamamos valores a lo que realmente nos importa- (como si nuestras familias no nos hubieran acusado en nuestra juventud de romper con todas las tradiciones en las que habían creído hasta entonces); lamentos por la carencia de una disciplina que tanto odiamos cuando nos la imponían los franquistas; no falta quien se escandalice de que no estudian todos los días sino sólo, y poco, para el examen (como si quienes ahora imparten enseñanza, salvo raras excepciones, hubieran hecho cosa diferente, como sino fueran precisamente las madres, los padres que no estudiaron por vagancia los que más e empeñan en exigir a su descendencia un modo de vida que nunca fueron capaces de llevar); ni los gritos ante el botellón (como si no hubieran cantado en otros tiempos aquello de “que le quiten el tapón al botellón) o las drogas que, desde los años setenta, campan a sus anchas en ciudades y pueblos de nuestra -y de todas las demás- “comunidad autónoma” como ahora parece hay que denominar a lo que antes eran provincias y ahora naciones en busca, de su estado, como los personajes de Pirandello buscaban a su autor.

Así se resumía en un escrito esta situación tan moderna: en la democracia el padre se acostumbra a que el hijo sea su semejante y a temer a los hijos, y el hijo a ser semejante al padre y a no respetar ni temer a sus progenitores; el maestro teme y adula a los alumnos, y los alumnos hacen caso omiso de sus maestros y en general los jóvenes hacen lo mismo que los adultos y rivalizan con ellos en palabras y acciones; y los mayores, para complacerles, rebosan de jocosidad y afán de hacer bromas, imitando a los jóvenes para no parecer antipáticos ni mandones.

Perdóneseme el haber llamado moderna a esta situación. Pues, aunque alguien se extrañe, la originalidad de quienes realizan tales comentarios depende de quien, hace nada menos que dos mil quinientos años, escribiera las líneas citadas. Una vez más de ese padre intelectual al que no hay manera de, freudianamente, matar. Platón, sí, continua en las letras de nuestros ordenadores.

¿Dejamos, entonces, de tanto criticar, e intentamos la mejora? No discutiremos ahora el tema de la (¿indiscutible?) democracia (a la que Platón atribuía estos males), más bien regalaremos rápidas sugerencias –sin esperanza de verlas en realidad pero, tal vez, las únicas que realmente valdrían en una vida mejor- para no tener que contemplar una juventud reducida a porteadora de mochilas; una juventud con un mínimo de horas para atender a su necesidades de vida, amor, socialización, experimento y crecimiento; una juventud sometida a un régimen pedagógico obsoleto que parece desconocer fines y medios, a un régimen que ha convertido lo que debería ser placer y privilegio en tarea, trabajo y opresión. Como si de nuevo tuviera razón Hölderlin cuando lamentaba “la existencia de todos esos monstruos groseros que no tienen corazón y matan de mil manera diferentes la belleza juvenil con su irracional disciplina”.

¿Realmente no hay otro modo de tener libros y cuadernos en las mesas de estudio que llevarlos y traerlos cada día de casa al cole y del insti a casa? ¿No es posible una mínima inversión en taquillas o, incluso, volver a la confianza de que nadie va a robar un libro de química, por ejemplo, para tener dos en lugar del que ya tiene? Como tampoco parece muy lógico que seis horas de clase no san suficientes y se carguen de “tareas” que, en casi todos los casos, acaso sólo signifique un fracaso del modelo. Si aumentara el número de la secta “antitarea” las mochilas ciertamente volverían al lugar para el cual se inventaron, las montañas y paseos naturales, único lugar, además, donde no son de los objetos más horribles inventados por la sociedad occidental.

¿No es posible una modernización que no pase por poner “vídeos” -en el fondo, salvo bellas excepciones, deseos de descanso de los dos polos de la educación-, que no pase por mandar “buscar información” -¿para que quien enseña no se canse elaborándola?- , que aproveche, por ejemplo en historia, los juegos informáticos que muestran de modo imaginativo y profundo un momento de la misma? ¿No se podría pedir a las editoriales que realicen de una vez materiales multimedia –es imposible que una sola persona en clase logre hacerlo de manera adecuada- y contemplemos ya centros educativos que sorprendieran a los medievales?

Queda el trabajo. Se dice y se bendice el logro de que nadie trabaje antes de los dieciséis años y, sin embargo, no hay palabra que más se oiga en las evaluaciones de los centros que trabajo -se trabaja, no se trabaja- y derivados. ¿No pueden comprender quienes así hablan –la mayoría menos quienes pertenecemos a la liga de “profesorado sin bata, sin tarea y sin trabajo”- que han logrado transformar lo que era un privilegio placentero en la tortura del trabajo obligatorio? Ya Marx decía que, en el sistema capitalista, todo es trabajo forzado, alienante e inhumano –ahora también el estudio- lo que hace que toda persona escape de él, en cuanto pueda, como de la peste se escapa. Posiblemente el llamar trabajo al estudio sea asimismo la causa de que la gran mayoría escape de él como de la peste se escapa y piense que sólo es humano lo biológico -el comer, beber, fornicar- y el olvido en cualquier droga de la insoportable rutina de los días.

Termina la esperanza de contemplar la educación no como un camino exclusivo hacia el trabajo del dinero futuro, sino como el sendero en que la palabra nos vuelva a hacer humanos en la búsqueda de verdad, belleza y bondad. Una palabra que convertirá incluso lo biológico en humano, el comer en gastronomía, en erotismo el sexo, en arte la vivienda, en búsqueda de conocimiento los caminos -hoy desvaríos- de la droga. Mientras así no sea, mientras sólo el dinero futuro sea la razón que impulsa a las familias a que su descendencia acuda a los centros educativos, cualquier movimiento pedagógico digno estará abocado al fracaso de lo humano. Mientras no llegue el cambio, no es extraño que sean los robots y los gorilas el modelo del futuro que nos llega.